martes, 21 de diciembre de 2010

Civilización de la pobreza

A pocos días del final del año, en el que las restricciones presupuestarias fruto de la crisis económica se vislumbran incluso en los adornos navideños y las luces de las calles, somos testigos y protagonistas de múltiples conversaciones en las que incesantemente se repite la crisis económica como tema central de conversación.

En no pocas de estas conversaciones de las que somos participes, escuchamos cómo alguien afirma que esta crisis económica es fruto y resultado de una crisis previa que se formula como crisis de los valores éticos o crisis moral. Cuando uno escucha esta afirmación no le queda más remedio que preguntarse: ¿Si no hubiera habido esa crisis ética, no se hubiera dado o se hubiera podido evitar la crisis económica? Mejor aún, ¿si la economía hubiese seguido funcionando, si el crecimiento hubiese seguido creciendo, eso hubiese sido garantía y prueba de que no había una crisis ética?

Antes de seguir avanzando me parece necesario detenernos, aunque sea un instante, en señalar, tal como decía José María Setien “que el éxito del buen funcionamiento de la economía no tiene por qué asegurar necesariamente el bien humano que la economía ha de promover”.

A la vuelta de Honduras (Septiembre de 2010) y de El Salvador (Diciembre 2010) quien escribe estas líneas es testigo de la veracidad de esas palabras. El éxito económico del mundo rico, aquel que ha acuñado becerros de oro en forma de términos como Crecimiento, PIB, Desarrollo… se ha erigido sobre los cimientos del neoliberalismo que como indica Jon Sobrino pone el “sentido de la historia en la acumulación y en el disfrute que dicha acumulación permite”.

Para no pocos, el motor de la historia es acumular. Lo acumulado se gasta vía consumo. El consumo se convierte en cauce para la satisfacción de las necesidades y a todo ello le llegan a llamar bienestar e incluso felicidad. Que el acumular se convierta en el verdadero motor de la historia permite que en estos países que he citado la gran mayoría de los ciudadanos del país viva con menos de 2 € al día. A quien le parezca exagerado le aporto los datos oficiales de los respectivos gobiernos: solo el 13% de la población Salvadoreña tiene posibilidad de acceder a la Seguridad Social vía un trabajo, el salario mínimo que percibe un trabajador es de 150 € al mes. Si la canasta básica (pan francés, tortillas, arroz, carnes, grasas, huevos, leche fluida, frutas, frijoles, verduras, azúcar y una cuota por cocción) de una familia de cuatro miembros, según datos de la Dirección General de Estadísticas y Censos es de 123 € al mes, ¿cómo vistes, pagas los materiales escolares, productos higiénicos… con 27 €? ¿Y la consulta del médico? Si quien trabaja en una maquila (empresa que confecciona ropa) salvadoreña ingresa una media de 5 € al día, ¿qué ingresara quien ni siquiera tiene un trabajo remunerado?

Es cierto, mientras unos acumulan/mos bienestar, crecimiento, desarrollo, otros acumulan pobreza, miseria, enfermedad, violencia. Es la “civilización del capital” tal como la denominaba Ignacio Ellacuria, la que está detrás de una realidad tan enferma y llena de injusticia. Es la civilización del capital la que hace que el mundo se divida entre opresores y oprimidos. Es la civilización del capital la que permite que veamos entre anestesiados y alelados el BarÇa-Madrid cuyos presupuestos anuales suman 900 millones de euros, el doble del presupuesto anual del ministerio de educación de Honduras. No es difícil de entender, que según datos de la Unesco, la Tasa Bruta de escolarización en Honduras en el año 2007 se encontrara por debajo del 40%, llegando al 70% en secundaria. Eso sí, los niños andarán por la calle con raídas camisetas de estos equipos de futbol que les habrán llegado en los fardos de ropa, que alguna ONG bienhechora habrá hecho llegar mediante un convoy de ayuda humanitaria.

Toda esta injusticia clama. Grita silenciosamente. No son pocos quienes desde el mundo rico denuncian esta situación y reclaman una ética económica “más justa”. Observamos cómo se desarrollan centros de estudio y programas de bussines ethics, se otorgan certificaciones éticas a empresas… pero lo ético no busca la acomodación al sistema sino la justicia y el verdadero bien del hombre.

La ética tiene una función humanizadora y su fin es la humanización del hombre y de los sistemas socio-político y económicos. Ante la civilización del capital cuyo único objetivo es la acumulación es necesario contraponer la “civilización de la pobreza”. Si en la primera la acumulación era el motor y el disfrute el sentido, en la civilización de la pobreza el motor de la historia es solucionar las necesidades básicas de 2/3 partes de la humanidad y el sentido es la solidaridad con espíritu.

En un mundo donde el acumular es buena noticia y el goce de lo acumulado su sacramento principal, la noticia de que para la humanidad es, no solo necesario, sino imprescindible el compartir, tener todos menos y algunos mucho menos para que los que nada tienen puedan siquiera tener algo, llega como una pésima nueva. No es difícil de entender porqué nunca hemos escuchado a nuestros líderes políticos, sociales o económicos proponernos vivir un poco peor para que muchos puedan vivir un poco mejor. No imagino a los presidentes de las empresas del Ibex-35 haciendo tamaña oferta a sus accionistas, ni a los líderes políticos a sus afiliados o electores.

Para la civilización del capital los pobres no son, no existen, no son reales. Nada es posible esperar de una civilización que ha invisibilizado a 2/3 partes de la humanidad. Solo una civilización de la pobreza, que ponga en el centro a los frágiles y sufrientes, haciéndolos visibles, es capaz de comprender y hacer comprender como decían Ellacuría y Segundo Galilea que “la dignidad es lo único que le queda al ser humano más pobre, a la víctima de la mayor injusticia, para rebelarse cuando se lo han quitado todo”.

Quiero dedicar estas líneas a esas personas que he conocido tanto en Honduras como en El Salvador y cuyo sentido es promover esta civilización de la pobreza. Mujeres y varones cuya pasión es humanizar, personas que se dedican a reconocer, nombrar, potenciar y canalizar aquello que nunca nadie puede perder, la dignidad. Lo único que le queda al ser humano más pobre cuando ya le han quitado todo lo demás.

Personas que hacen carne estas palabras leídas hace años a Rahner y a Metz y que me acompañan desde entonces: “Sólo se puede esperar cuando se comienza a hacerlo para los demás, cuando se osa esperar para los otros, para todos, lo que se espera para uno mismo. Solo al esperar para los demás, la propia esperanza supera la pusilanimidad resignada o el optimismo superficial. Solo al esperar para los demás, mi propia esperanza se hace tan ilimitada, tan incondicional, tan intrépida que se vuelve digna de Dios y de sus promesas”.

jueves, 7 de octubre de 2010

De la satisfacción personal al altruismo indoloro

Robert Wutnow es el autor de Actos de compasión, un interesante estudio sobre el voluntariado en la sociedad norteamericana. Wutnow parte en su investigación de una aparente paradoja: ¿cómo es posible que la sociedad más individualista que podemos imaginar sea al mismo tiempo la sociedad que más tiempo, energía y recursos dedica a las actividades voluntarias?La lectura del libro nos ofrece una inesperada sorpresa: determinados indicadores de valores egocéntricos (tales como desarrollar nuestro talento, tener un buen hogar y cosas bellas, viajar por placer) aparecen asociados a la disposición a realizar trabajo voluntario; según esto, parecería que las personas más individualistas tienden ligeramente en mayor medida a prestar trabajo voluntario. Con otras palabras: entre individualismo y voluntariado no sólo existe –como cabría pensar- contradicción, sino que hay relación. La razón más aducida por las personas que prestan trabajo voluntario es, según ese estudio, la satisfacción personal, lo que resulta coherente con una cultura basada en el individualismo. Veamos como lo explica Wuthnow:

“Teniendo en cuenta el énfasis que ponemos en el individualismo en nuestra cultura, no es de extrañar que la satisfacción sea un tema tan importante en nuestras interpretaciones del humanitarismo. Creemos, ante todo, que el individuo debe ser responsable del humanitarismo, no el gobierno, ni una organización, ni la sociedad en abstracto, ni siquiera la familia. Pero para

que el individuo sea humanitario debe tener recursos: ser fuerte, tener un sentido claro de su identidad, cuidar de sí mismo. No puede ser un espacio vacio. La satisfacción es la fuerza, la identidad, la autoestima que necesita el individuo para ser altruista. La satisfacción también es el pretexto para ser humanitario en nuestra cultura.”

Para el camino

¡Qué cosas tiene la vida! Jesús va de camino. Estos diez se curan de camino. Uno de ellos deshace el camino hecho y vuelve al punto de origen. Al final a éste lo despiden diciendo que su fe es la que lo ha salvado y el signo que lo atestigua es que lo mandan al camino, diciéndole vete. Lo ponen en el camino, lo pone de camino. Digo yo, que si el camino sale tantas veces, de paso, habrá que reflexionar un segundo, no más, sobre lo que supone estar en camino, de camino…
Mientras camino, tras haber respirado y meditado, reflexiono y poso mi mirada sobre la dimensión real de mi camino. Su longitud, su extensión, su medida real es: un paso. Sí, solo un paso, un minúsculo y diminuto paso. El que cuando ha sido dado, crea y construye el espacio en el que habito en ese momento. Toda mi vida está a la astronómica distancia de un paso, ni más lejos ni más cerca.
A un paso están aquellos a los que amo y hacia los que me encamino, a un paso están los enfermos y los que sufren a los que quiero servir, a un paso, sólo a un paso estás Tú, que también has caminado un paso para crear entre los dos un espacio común. ¡Buen camino!